martes, 27 de mayo de 2008

CUENTOS URBANOS

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Recuerdos de la Infancia
J. Cabezas G.
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El tabletear del fusil ametralladora, espantó el sueño nocturno infantil.
Algo sucedía allá afuera.
Se levantó a “pies pelados” abrió una contratapa y miró a través de los vidrios. Nada.
Abrió la ventana y cautelosamente se asomó.
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Un disparo cercano, le ensordeció por un momento.
Una mujer grita con desesperación mientras corre por el medio de la calle, golpeteando los adoquines con la madera de sus zuecos. Los pantalones "pata de elefante" blancos, están ensangrentados y la mancha se extiende desde la rodilla hasta la cintura y de allí hasta el seno izquierdo, humedeciendo la blusa.
No parece herida.
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Más disparos y silencio..
El ruido de las botas que acuden en tropel, se filtra por las hendeduras de las puertas y recorre los rincones de las habitaciones, como un eco sombrío que va a disiparse en la oscuridad.
El niño, asomado en la penumbra del segundo piso en calle Francisco Bilbao, no encuentra las fuerzas para estirarse por sobre la ventana y mirar un poco más allá. No alcanza a ver qué sucede, no se atreve a ver qué sucede: ¡no quiere ver qué sucede!
Luego un motor, murmullos, un golpe seco. El motor alejándose y nuevamente silencio.
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Desde el edificio de enfrente -se filtra entre los visillos- la silueta de una mujer que se convulsiona y esconde el rostro entre sus manos. Es consolada desde más atrás por la sombra de un hombre a medio vestir.
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Días antes, había visto aviones surcar el celeste cielo de Providencia, rumbo a la cordillera. Pero esto, fue precedido a tempranas horas por el paso de tanques y tanquetas albiblancas que iniciaron viaje dos cuadras más arriba de la casa familiar, estremeciendo a su paso, hasta los últimos cimientos del antiguo barrio. Ese día lo habían devuelto del colegio y observó, desde la misma ventana, el enojo en las caras de los uniformados que coronaban las cúpulas de los vehículos de guerra, escudriñando cada puerta y ventana, cada planta de los jardines en aquel tranquilo vecindario.
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Mientras comía con repulsión la leche seca, revuelta con azucar, alguien gritó de un incendio en el centro, dejó el vaso en el suelo y subió a la techumbre más alta; se sentó a mirar la columna de humo negro que en el sector norponiente, se inclinaba con el viento. Pronto, dos aviones Hucker Hunter, rasgaron el aire con un trueno y el impúber, bajó presuroso por el boquete del tragaluz, se descolgó por la puerta y atravesó el “potrero” de su casa pàra brincar a los techos e ir a resguardar a su septuagenaria bisabuela. Juntos, como siempre, encontraron la serenidad caminando por el extenso patio de la casa, alimentando las aves bajo los recientes brotes florecidos de los árboles: Tiiiiiki, tiki, tiki, tiiii.
Patos y gallinas, eran extraños habitantes para una comuna "pirula", sin embargo, el niño nunca cuestionó eso a la abuela, que encontraba en ellas algún aliento de compañía, después de haber enviudado tres veces. También, fueron sus compinches de juego desde la más tierna infancia; ayudándole incluso a conocer amigos cuando volaban por el vecindario y tenía que buscarlos casa a casa. "El Pepe", por ejemplo, gallo robusto de plumaje colorido y cola con visos de azul tornasoleado, un verdadero crestón que le "paraba espuelas" a todo el que se le acercara; comía manso y aceptaba los cariños de la pequeña mano infantil.
Más tarde, el biznieto y su Mama -"La Mama" le decían-, sentados en una banca, almorzaron papas cocinadas con leña en una olla enlozada azul. Sabor incomparable que sólo sería encontrado algunas décadas más tarde en un desconocido pueblito sureño. El postre, pulpa de manzana que ella iba raspando con una antigua cuchara de bronce -gastada en la punta- con una maestría tal que quedaba intacto el envoltorio de la fruta. Finalmente, la aromática infusión: el "agüita de paico pa' la guatita", decía.
Mientras ella se tendió a reposar en su catre de bronceadas perillas, llegó la hora de la entretención en la mágica habitación del piano. Sobre un atril, daba la bienvenida una pequeña Virgen de cara policromada con un niño en brazos, arropada con las artes de la confección, aprendida por la anciana en Gath & Chavez; cuando corría la década del mil novecientos veinte.
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En el intertanto, la radio a tubos marca "Guelrad", se reflejaba en el espejo de cristal biselado de la habitación contigua, repitiendo sus mensajes:
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"Se advierte a los ciudadanos que cualquier intento..."
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El piano, era un armatoste negro y maravilloso, con bruñidos pedales de bronce que parecían insuflar aire al presionarlos, patas delicadamente torneadas, tallados finísismos y un mundo de teclas y cuerdas por descubrir en sus entrañas.
La habitación, estaba permanentemente iluminada por amplias ventanas que, hacían descender, oblicuamente, la luz en círculos y rectángulos atiborrados de minúsculas partículas danzantes que se estrellaban en el piso y volvían a subir. Sobre el escritorio un tintero, estampillas, recibos para sus arrendatarios, papeles notariales en desorden; casi cayéndose sobre el compartimiento de madera que contenía doce vinos Santa Rita, tintos.
El centro de la habitación lo ocupaba una máquina de coser marca "Anker" con una figura curvilínea y antiguas letras doradas sobre fondo negro. Sin embargo, pese al sitial de honor, ya no era utilizada, salvo para reparar "de cuando en vez", una deshilachada y desteñida bandera chilena de tocuyo y, tal vez, una que otra "pilcha" de salida.
La magia, se acabó abruptamente luego de haberle privado el sueño al arrancar unas cuantas notas forzadas al piano, gentilmente el niño fue invitado a salir de la habitación. Era hora de volver a casa.
Se le hizo repetir el mesaje que tenía que transmitir:
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"Se advierte a los ciudadanos que cualquier intento... "
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La voz de la radio, parecía provenir de un campesino enojado.
¿Por qué estaría enojado el campesino de la radio?
La mente infantil no conectaba los hechos y todo instante parecía un nuevo juego de misiones, espías y mensajes secretos, los cuales, el héroe de nueve años, debía cuidarse de cumplir las unas, cuidarse y transmitir los otros con fidelidad.
Los disparos, la mujer corriendo en la calle, las botas, el humo, los tanques, los aviones; nada estaba conexo. Todo era irreal y fugaz. Partes independientes de la realidad de un mundo que comenzaba recién a comprenderse.
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En algunas casas del barrio, se mezcló el olor a tierra removida con el humo abanicado de las quemas apresuradas: libros, posters de un señor con barba y banderas rojas. Ese fue el secreto privilegio que otorgaba el conocer y curiosear en la cuadra por arriba de los techos.
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En la medida que transcurrían los días, las voces alegres y sonoras de los adultos, se tornaron opacas y llenas de murmullos con múltiples recomendaciones para los niños: "no converse con extraños", "que no le tomen fotos", "no cuente a nadie lo que se habla en la casa". La excepción, era el hasta ese entonces simpático matrimonio vecino, que comenzó a recriminarse diariamente, a viva voz, por algo relacionado con un paquete de algo que nunca se alcanzó a escuchar su contenido ni donde estaba.
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Ya de vuelta en el colegio, las profesoras parecían asustadas y miraban constantemente por las ventanas, interrumpiéndose -mutuamente- las clases para ir a contar sus secretos. Los niños, ajenos al trajín, se alegraban cuando les hacían cantar "El Jibarito" y "Cantarito de Greda". También, galopaba la euforia con el toque de campana para el recreo, un verdadero llamado a ir con la señora Elsa de la cocina a atiborrarse de galletas con letras talladas: J.N.A.E.B.
La leche aguachenta que no era vomitada por los niños a los que forzaban a tomársela, quedaba esparcida en los jardines como blanco vestigio de la repugnancia escolar..
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Fallecida la anciana, las aves fueron desplumadas.
El piano, el maravilloso piano, se pudrió bajo la lluvia de otra comuna.
El niño, ese niño, s...
...me contó la historia para que la publicase.
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Julio Cabezas G.
LANCO – Valdivia
Región de Los Ríos – CHILE
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"RECUERDOS DE LA INFANCIA", es parte de una serie de 70 relatos urbanos, escritos a partir de 1988 y que narran diferentes situaciones; vivenciadas o inventadas.
En particular, esta historia aporta una mirada ingenua, sin reflejar un gran cuestionamiento a ninguno de los segmentos en que se encontraba dividida la sociedad de la época. Guardando las proporciones, es una narración desde la memoria que refleja una visión personal, distinta a la literatura conocida de críticas severas.
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